Aquí, el autor recuerda a la Pepi, el cariño de una familiar que fue soporte en los momentos oscuros y en los de felicidad.
La huella en la vida propia a través del cariño de una mujer que fue soporte en los momentos oscuros y en los de felicidad; estuvo ahí para hablar de la ligereza de la vida en torno a una cerveza y unas sencillas patatas fritas, en cualquier terraza de una de sus queridas cafeterías cercanas, ya cuando las fuerzas no le daban para ir más lejos.
Larga vida la de esta mujer, mi abuela, la Pepi, que a punto estuvo de llegar a centenaria, sin fuerzas ya ni ganas de vivir: solo deseaba encontrar la paz de un momento final.
La recuerda mi infancia, llevándome a la playa de esta ciudad marítima que me ha acogido con el devenir de la vida pero que, cuando yo era un niño arraigado en la capital, donde lo más parecido al mar eran las piscinas que acompañaban a nuestros hogares, era sinónimo de paraíso. Cogíamos el autobús desde su casa y nos íbamos a pasar el día junto al agua, con la compañía de un picnic preparado por ella con cariño.
A una avanzada edad enviudó, entró en una residencia y conoció una breve segunda juventud. Los cuidados de su hija, cada día llevándole la comida, y de su nieto, yo, leyéndole los textos que escribía y charlando con ella en algún lugar tranquilo de la residencia o junto a la mencionada cervecita que, casi, la acompañó hasta el final, no eran más que reciprocidad afectiva: sembró cuidados y nos regaló su afecto, y de ello cosechó.
A veces, los afectos nos deparan descubrimientos sorprendentes. ¿Quién me iba a decir a mí que ella sería un punto cardinal en mi supervivencia? ¿En mi vocación? Su inteligencia, su saber hacer afectivo conmigo, fueron compañías en un largo camino por la vida que calaron y han quedado como proyección de ella hacia el futuro. En vida: en la vida de los que la quisimos.